Hace mucho tiempo, hubo un rey que dedicó
su juventud, a conseguir que hubiese buena convivencia entre los reinos de sus
alrededores. Luchó cruentas batallas con cuantos déspotas y ambiciosos
surgieron, viviendo y viendo innumerables sufrimientos.
En su madurez y cuando todos vivían en
buena vecindad y armonía, viendo que el tiempo había pasado, decidió casarse y
dar un heredero que reinase tras su muerte.
La nobleza de carácter que había forjado
en las batallas, su compasión regada con la visión de tanto sufrimiento, su
porte y fortaleza, atrajo a todas las jóvenes princesas de los reinos
conocidos.
Al verle todas cayeron profundamente
enamoradas de él, prometiéndole amarle toda la vida, proporcionarle los mayores
placeres y felicidad.
Muchas vinieron, el tiempo fue pasando
sin que hubiese podido decidir cuál entre ellas era la elegida.
Estaba recibiendo a las princesas que habían
venido ese día, cuando se armó un gran revuelo. Los guardias no dejaban pasar a
una campesina de cierta edad, que deseaba hablar con el rey.
Con ojos tristes por la pérdida de sus
hijos, de luto por su viudedad, a un gesto del rey, la mujer postró su madurez,
a sus pies.
El rey lleno de compasión, leyendo
perfectamente el sufrimiento de aquél rostro, preguntó con voz suave: “¿Qué deseáis mujer?”
Con una sonrisa llena de tristeza, en voz
baja, contestó:
“Majestad, no sé si queda amor en mí, al habérselo dado a mis
hijos y marido, no sé si podré daros algo. Pero os prometo, que dedicaré mi
vida a daros hijos que podáis educar y enseñar a ser buenos reyes. Y entregaré
cuanto soy, a conseguir que me améis profundamente”.
Arrodillándose a sus pies el rey dijo: “Desde este momento eres mi reina”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario