Me preparé, busqué todo aquello, que
me pudiese ayudar a reconocerla cuando estuviese frente a Ella.
Cargado con todos mis sueños, todo mi
tesón y esfuerzo, con voluntad inquebrantable, partí un día en su búsqueda,
con la determinación de encontrarla o no regresar a mi hogar, donde la falsedad
y la mentira me ahogaban.
Subí la montaña, y desde su cumbre
contemplé el valle del otro lado, un valle que nunca había contemplado, pues
nunca había salido de mi castillo, rodeado de altas cumbres.
Algo que había considerado imposible,
al mirar desde fuera de mi castillo, desde la cumbre que nunca había pensado
poder escalar, resultó tan simple, tan sencillo, que me senté sobre la hierba,
comprendiendo, que aquel valle que veía era la Cara de la Verdad.
No sé cuanto tiempo permanecí
extasiado con la belleza de su rostro, que apenas pude vislumbrar cegado por mi
emoción y gozo. Al mirarlo detenidamente, vi que me estaba tratando de decir
algo, su boca se movía, y el aíre al pronunciar las palabras, me acariciaba mi
propia cara.
¿De qué sirve contemplar mi rostro?,
decía en un susurro, si desconoces: Mi cuello, la planta de mis pies, mi
espalda, mis entrañas y el olor de mis heces.
El susurro me pareció un alarido
ensordecedor, que me dejó inmóvil por un tiempo.
Creyendo que había fracasado en la
búsqueda de mi sueño, la miré directamente a los ojos, sintiéndome aterrorizado
al contemplar dos grandes huecos, profundos, insondables, de cuencas vacías que
no podían verme, que no podían mirarme.
Dos lágrimas de su propia sangre,
rodaron por sus mejillas, antes de decirme desde lo más profundo de su corazón:
No importa cuánta Verdad veas o conozcas, cuánta Verdad manifiestes, cuánta mentira
y falsedad recojas, los ojos de la Verdad que todo ven, no podarán mirarte,
contemplarte o verte.
Tus ojos que miran la Verdad, siendo
los que ven, Sus ojos no podrán ver, al no poder verse.
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