Su respuesta me dejó confuso y
decepcionado: “El Maestro está hablando continuamente, nunca en toda la
Eternidad deja de decir la Verdad a los cuatro vientos”.
A mí realmente no me importaba cuánto
hablase, lo que preguntaba era: “Cuando me iba a explicar la Verdad a mí”, era
lo que me importaba, lo que deseaba, por lo que estaba tan lejos de casa, en un
lugar desconocido con costumbres y una forma de hablar, que no entendía.
¿Cuándo iba a hablar conmigo y decirme la Verdad en español?, por supuesto, en
un lenguaje y palabras que yo entendiese.
Me miró con pena y yo creí ver un poco
de lástima, al contemplar que rodeado de flores, de agua clara, siguiese
creyendo vivir en un desierto, inhóspito y muerto de hambre y sed.
Muchas veces respondió amablemente a
mi pregunta, repetida incansablemente una y otra vez.
Cuantas más respuestas recibía, la
duda crecía en mí. Dudaba incluso de mis preguntas, de mí, de mi entendimiento,
de mis creencias, de si realmente existía alguien que se llamase Buda y que hubiese
dicho que yo también lo era.
Dudaba, si tan siquiera estaba en un
país desconocido, si realmente era discípulo de alguien o si habría una Verdad
que pudiese ser enseñada.
Pero sólo había algo de lo que nunca
dudé: De mi Maestro.
Finalmente, cuando la Duda creció, el
sacrificio del Maestro fue innecesario, por lo que pudo regresar a jugar con
sus cosas, cuidar sus jardines y poder vivir su vida, al no tener que dedicarla
a mí.
La Duda que creció me permitió confiar
en que cuanto me rodeaba, repetía incansablemente la Verdad, que era mi oído el
que no era escuchado por mí, y por tanto la voz del Maestro sólo era un susurro
ininteligible. Siendo por tanto mi responsabilidad, escucharme por medio de ese
oído que escuchando cuanto me rodea, me dice la Verdad de lo que soy.
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