Si al preguntar si Todo es Uno, alguien me respondiese, que sí, se habría equivocado. Que no evitaría seguir preguntando, si alguien dijese que no.
Si Todo fuese Uno, las matemáticas no
habrían descubierto el dos, y no existirían por ser innecesarias.
¿Qué necesidad tenemos de un espejo,
si no podemos ver al Uno en él? Porque, si hubiese un espejo, estaríamos él y
yo. Él no tendría problema para ser Uno, pues no sabe si hay algo mirándose o
es reflejado en él.
Pero yo tendría que saber que existe
el espejo, y tener el deseo o necesidad de mirarme, para saber quién soy, pero
sólo vería mi reflejo y al espejo, pero no a mí.
Y es que saber que soy yo, o qué soy
yo, sería un tres en dos, la dualidad trínica.
Obviamente mientras preguntemos,
pensemos o encontremos respuestas al Uno, es porque somos al menos dos en tres,
y si rompemos el espejo, frustrados, seremos la infinitud de unos o
multiplicidad.
Y es, que a veces es mejor no
preguntar, pues preguntamos si nos aman, sin darnos cuenta de que hemos
olvidado amarnos y amar nosotros.
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