Tras una
breve pausa en Londres, para comprar un billete barato para ir a India,
llegamos a Delhi. Había estado con un grupo turístico hacía pocos años, nos
recogieron en un autobús con aire acondicionado y nos llevaron al hotel. En esta
ocasión todo lo que teníamos estaba alrededor y en nuestros macutos, llegamos a
la ciudad vieja, nos alojamos en el camping y comenzamos el viaje.
El viaje, se
había gestado poco tiempo después, de volver de India, cuando me presentaron a
este amigo y hablando de lo que queríamos hacer, coincidimos en salir de España
y visitar
países, comenzando por India. No había planes de tiempo, lugares, o qué encontrar, solamente caminar viendo el mundo. Salimos sin objetos que pudieran atraer deseos, por supuesto sin cámara fotográfica.
países, comenzando por India. No había planes de tiempo, lugares, o qué encontrar, solamente caminar viendo el mundo. Salimos sin objetos que pudieran atraer deseos, por supuesto sin cámara fotográfica.
De las cosas
que más me sorprendieron fue la alegría de sus gentes, quizás la que más me
impactó. No era la alegría, que estaba acostumbrado a ver en los diferentes países
que había visitado, la mayoría europeos. En sus ojos, en sus ropajes y su forma
de vivir, veías la dureza y las dificultades, de la subsistencia; para
cualquiera de nosotros sería difícil aceptar sus vidas, para ellos, simplemente
era la vida que tenían, hay una parte de resignación, al menos es lo que yo creí
entonces, pero si miras con más atención, ves una cultura por debajo de la piel
que les enseñó la virtud de aceptar.
Viajando hasta
cerca de Pakistán, en los autobuses locales y durmiendo y comiendo con ellos,
fuimos conociendo, con las limitaciones del lenguaje y culturales, un poco más
de ellos. Probablemente es en ese tiempo, cuando aprendí a escuchar y dejé de oír,
apenas entendía su inglés y ellos tenían dificultades para entender las
preguntas, por lo que era importante, prestar atención a todos los detalles que
rodeaban la situación.
Pasé horas
hablando y jugando con los mendigos, en muchas ocasiones no les daba nada,
simplemente me sentaba con ellos en la calle y les enseñaba a hacer las pocas
cosas de origami que sé hacer: pajaritas, barcos, soplillos. Y sobre todo
hablar, preguntando y contestando.
Lo que me
impresionó, no fue su pobreza, sino la riqueza de no tener nada, de poder estar
dedicándome un tiempo, con todas sus necesidades a cambio de nada, de no estar
pensando en obtener más dinero, sino poder disfrutar, hablando sobre España y
el mundo, lugares, que casi con toda seguridad no podrían visitar, riéndonos y
siendo felices compartiendo nuestras vidas, para mí, esta vida terminaba en
cuanto me iba, tenía dinero para comer y volver a un lugar, donde el hambre no
era la comida de cada día, ellos se quedaban en la miseria de su felicidad; a
veces incluso sentía pena, por mí.
Pero las tres
imágenes de gran felicidad que conservo realmente son:
Una niña de
entre 7 y 10 años en una estación de tren, si mal no recuerdo en Bombay,
pidiendo a los que pasábamos, caminando como una princesa, un vestido viejo
pero limpio, eligiendo a quien pedía y de vez en cuando, se le olvidaba pedir mientras
caminaba bailando y riendo. A pesar de su edad hablaba algo de inglés y al
pasar por la estación, situada cerca de donde nos alojábamos, hablamos con ella
varias veces, su sentido común, ser pobre, y necesitar para ayudar a su madre y
hermanos, no podía evitar que fuese repartiendo y entregando alegría, a cuantos
teníamos la fortuna de cruzar por la estación y contemplarla.
El gerente de
un hotel donde estuvimos varios días, un cuerpo no muy bien hecho, unas piernas
de pocos centímetros de longitud, unos pequeños brazos y una cabeza extraña. Es
lo primero que vimos al llegar, tumbado en una especie de sofá alto, nos atendió
en buen inglés y nos atendió con una sonrisa. Tenían que llevarlo de un lugar a
otro, no se podía mover. Cada vez que salíamos o volvíamos al hotel, hablábamos
con él, largo y tendido de muchísimas cosa y temas. Era el sostén de su familia,
el que llevaba el negocio y con el que nos reímos muchísimo al contagiarnos su
felicidad y su sentido del humor.
En Dharhamsala
hay una fiesta tibetana, a la que asisten pobres de toda la zona, incluso de
otros estados, se amontonan a ambos lados del camino de bajada del templo en
buen orden y armonía. Saben que todos recibirán dinero y comida, las gentes van
caminando, dando unos “paisas” a cada uno, hasta que terminan las “rupias” que
han cambiado para ello.
El cuerpo
pequeño de un hombre, sin piernas, ni brazos, que se fueron con la lepra, tumbado
recostado en un hatillo, sobre su pecho un niño, un bebe de meses, al lado una
mujer joven y bella; jugando y riendo, mientras las gentes les dejaban en el
plato unas monedas. Es quizás la foto de alegría que nunca olvidaré, la
felicidad de una familia que tenía cuanto se necesita para ser feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario