Hablamos tanto del perdón, leemos tanto de perdonar; de la alegría,
de la paz que nos da el perdonar y ser perdonados; que no hay persona humilde
que no sea capaz de sentir el perdón, que el perdón nace de la humildad y el amor. Querríamos vivir perdonando continuamente
a cuantos nos agravian, tener la grandeza de alma para poder olvidar, para
perdonar profundamente.
Hablamos tanto de que aquél que ama, tiene que perdonar, incluso
aceptar nuestros defectos, nuestros malos momentos, nuestras traiciones,
nuestra inaguantable personalidad. Vemos tan importante perdonar, que no consentiríamos
amar a alguien que no pudiese perdonar nuestras equivocaciones.
Ayer entre unas cosas y otras veía retazos de “Ben-Hur”, cuando
llevan al Nazareno hacia el Calvario, Judá, siente la necesidad de acompañarle
hasta su final, no es creyente, pero ha mirado en sus ojos, cuando cargando la
cruz, cae desfallecido, trata de darle agua, en cuclillas al lado de Jesús, el
agua derramada por el suelo, Jesús le mira y Ben-Hur, se siente impelido a
subir hasta el Calvario y presenciar la crucifixión, quizás pagando la deuda de
cuando fue calmada su sed por el Nazareno.
Al bajar y conversar con la creyente y amada Esther, le dice incrédulo
las palabras dichas desde la cruz, por quien estaba siendo asesinado,
sacrificado, torturado e insultado:
“Padre perdónales,
porque no saben lo que hacen”.
En Él mismo no hay agravio que perdonar, no hay ninguna afrenta
recibida, no hay nada que le hayan hecho.
Solamente justificarlos ante el Padre, pedir que seamos capaces
de perdonarnos a nosotros mismos desde lo más profundo de nuestro Ser, el Padre
y Creador de lo que somos, de nuestro propio Ser.
Poder alcanzar el arrepentimiento de lo que nos hacemos a
nosotros mismos, porque Él, no había sido ofendido.
Todavía nos preguntamos y buscamos, cómo definir el perdón, saber
lo que es y lo que proporciona.
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