Hace mucho, mucho tiempo, hubo un rey que
deseando que sus súbditos no pasaran hambre, pudiendo comer cuando y cuanto
deseasen sin necesitar dinero, plantó las tierras de su reino con unos árboles
que daban fruta todo el año.
Cada día el rey paseaba entre los hermosos
árboles, extasiado en el perfume y la
belleza de sus flores.
Pasaban los años, pero a pesar de las muchísimas
flores, ningún fruto crecía para saciar el hambre de los ciudadanos. Poco a
poco, comenzaron a sentir hambre, se fueron debilitando y demacrando, y fue
solamente cuestión de tiempo, que el buen rey comenzase a verlos morir de
hambre.
Lleno de cólera e indignación, fue a ver a
Dios maldiciéndole y culpándole de la esterilidad de los árboles, que él con
tanto amor había plantado y cuidado para erradicar el hambre de su pueblo.
Cuando el rey hubo despotricado,
insultado, maldecido y culpado a Dios de todos los males de su pueblo. Dios le
pidió perdón, con cara de cargar con la terrible carga de la culpa, de que
tantos seres hubiesen muerto de hambre y necesidad.
Añadiendo: “Si tan siquiera hubieses plantado un solo árbol diferente, si
tal vez hubieses plantado unos pocos diferentes, si entre ellas hubiese habido
al menos dos o tres machos, quizás hubiesen dado gran cantidad de fruto”.
“Es bello contemplar la homogeneidad de lo
que es igual, ver un campo florido de unas mismas flores, de un mismo color. Pero
la fructificación, el alimento, el conocimiento, solamente puede crecer cuando
se armoniza lo diferente”.
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