Sería el
año 1982 u 83, cuando alguien me llevaba a Bukkokuji, en un mes de octubre, en
los días de frío, un día 29 o 30, con el Sesshin a punto de comenzar. Algo que
yo no sabía ni lo que era, que tendría que pasar una semana, meditando desde la
mañana a la noche, con un cuerpo rígido y poco acostumbrado a doblar las
piernas.
Rodillas
inflamadas, apenas podía levantarme en las mañanas, y así creo que pasé algunos
meses. Sorprendido que esperasen a comenzar la Meditación, para llamar a la
gente con una campana y que nada más sentarnos, saliesen un montón corriendo y
haciendo ruido y permaneciesen horas entrando y saliendo, molestando a los que
queríamos meditar.
Debí
tardar meses, casi un año en saber que la campana llamaba a “Dokusan”, la entrevista personal con el Maestro. Finalmente
supongo que el Maestro se lo dijo a alguien y me explicaron lo que pasaba y que
debía de ir.
Nunca he
sido una persona de preguntas y respuestas, desde niño, he argumentado tratando
de comprender y aprender de los puntos de opinión de los demás, pero aquello
que he podido incorporar o que sustituyese lo que yo pensaba.
Al
principio, durante uno o dos años apenas supe que algunos hablaban algo de
inglés, no fue hasta que el Maestro le dijo a uno que tradujese, cuando comprendí
que todos los japoneses habían estudiado inglés, pero no lo hablaban bien,
excepto algunos, que me traducían cosas diferentes de lo que acababa de hablar
el Maestro, dependiendo de lo que les había llamado la atención.
Pasados
algunos años, un día que fui a “dokusan”, hablando de nuestras cosas, de
repente con el palo que nunca he sabido su nombre, parecido a una “S”, me abrió la cabeza. Me preguntó: “¿Qué me había
parecido?”, y yo le conteste “Que innecesario”, “¿Qué tienes que decir?”, “No hay nada que decir, es su opinión”, dije, contestó “Bien”, dando por concluida la conversación.
Mantuvimos
esta conversación una o dos veces más, pero fue cuando estuve en Hosshinji,
cuando la conversación fue con el traductor, alguien que hablaba inglés por ser
americano y japonés por haberse criado en Japón de niño. Junto con Belinda, han
sido las dos personas que conservaban la belleza de las palabras del Maestro en
sus traducciones.
La
conversación, iba desarrollándose con una fluidez natural, que no parecía que
estuviese siendo traducida. En un punto de la conversación, el Rosshi se levantó,
pues la distancia entre ambos era mayor que en Bukkokuji, y me golpeó repetidas
veces con el palo. El traductor nos miraba sorprendido, según me dijo después
cuando terminó el Sesshin, en más de 20 años era la primera vez que lo había
visto, que si había sido por alguna traducción incorrecta. Pero la conversación
continuó, tratando el Rosshi de ver lo que había entendido, conmigo tratando de
entender y explicar qué. Cada uno se volvió a su lugar, cada uno habiendo
escuchado, habiendo explicado y aprendido, que es de lo que trata el “Dokusan”,
aprender a desaprender.
Han pasado
los años, muchas veces lo he recordado con cariño, el tremendo esfuerzo del
Maestro para que podamos encontrarnos a nosotros mismos, la fortuna de los
traductores, que escuchan al Maestro, a los otros discípulos y pueden aprender
de ellos.
No importa, si a veces son ellos los que no entienden la conversación, pensando que no han
sabido
decir lo que debía ser dicho, pero tienen la mejor posición para poder aprender un día, eso que siendo pronunciado por ellos, siendo traducido por ellos, no entendieron.
decir lo que debía ser dicho, pero tienen la mejor posición para poder aprender un día, eso que siendo pronunciado por ellos, siendo traducido por ellos, no entendieron.
Hablar en y
desde el Silencio, creemos que es no pronunciar palabras o sonidos, pero puedo atestiguar
con mi propia sangre que el Silencio puede ser doloroso, y que lo doloroso puede
ser gozoso, si lo escuchas con atención, pues el sonido de la voz, el de los golpes,
el dolor e incluso la traducción, son Silencio.
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