Miraba
ayer en “Ensayos de Budismo Zen”, de D.T. Suzuki, cuando encontré en el Prólogo
unas frases de “La Vida del Hombre” de Andreyev, según dice D.T, que no he leído:
"Maldigo todo lo que me diste. Maldigo el día en que nací.
Maldigo el día en que moriré. Maldigo toda mi vida. ¡Hado insensible, te lo
arrojo todo de vuelta a tu rostro cruel!, ¡Maldito seas, maldito seas
eternamente! Con mis maldiciones te conquisto. ¿Qué más puedes hacerme?... Con
mi último pensamiento gritaré en tus orejas de asno: ¡Maldito seas, maldito
seas!".
No lo leeré antes de escribir acerca de
estas palabras, llenas de la frustración de ver fracasadas todas nuestras
expectativas, nuestras ilusiones, nuestras esperanzas, hundidos por el fracaso
de no ver realizadas nuestras responsabilidades y mirar a Dios o la Vida como único
responsable de nuestro destino, de nuestro hacer, de lo que somos y tenemos
alrededor.
Ausentes de
responsabilidad, nos sentimos tan enfadados con nosotros, que ni tan siquiera somos
capaces de percibir la Vida que necesitamos para manifestar ese odio, esa frustración
hacia lo externo, hacia los demás, hacia las deidades que hemos creado para
hacer culpables de nuestra ignorancia, desidia y falta de esfuerzo, no por
conseguir nuestras ambiciones, sino por ser los creadores de la Vida, del
Universo en el que estamos inmersos.
Nacemos indefensos,
protegidos por la Vida y por las deidades universales, nuestros padres y cuanta
Vida nos rodea, que nos causa temor y peligro, para que podamos crecer, al
mismo tiempo que nos protege. Crecemos llenos de confianza, de inseguridad en
nosotros mismos, hasta el punto de que es el “Hágase tu voluntad” o el “Sí a
todo”, a nuestros padres, a los dioses y a la Vida, nuestra actitud.
Hasta que
comemos la manzana, salimos solos por primera vez y nos llenamos de ego,
decidiendo que somos los dueños de nuestras vidas, que no tenemos por qué dar
explicaciones, que no debemos nada a nadie, que no existe más voluntad que la
nuestra. Vemos mal todo lo que se ha hecho, todo lo que se hace, todo lo que se
piensa, encomendándonos a nuestro único dios: “La prepotencia”.
Poco a
poco rodeados de nuestra creación, de nuestros hechos, de nuestros pensamientos
y sentimientos sembrados alrededor, negamos cuantas veces sean necesarias a la Vida,
cual Pedro que ve que es Jesús el que ha hecho los pecados por los que va a ser
condenado y él es simplemente un espectador de la Vida, que no ha hecho, no
sabe, no conoce y no es responsable de nada que esté equivocado.
Es entonces
cuando negamos lo más Sagrado que existe: “Lo que somos, a nosotros mismos, la
Vida”, todo nuestro sentimiento de culpabilidad, nos surge lleno de amargura,
denostando, maldiciendo, culpando a todo lo que nos ha protegido, guiado y ayudado
a estar a nuestro lugar eterno: “Donde estamos”.
Surgiendo de
nuestra frustración y sentimiento inútil de culpabilidad, esas palabras que nos
preparan para pedir perdón, para abrir nuestros corazones a los demás, para
aceptar que ese yo que nos ha llenado, ha sido simplemente la cárcel previa a
poder ser libres y responsables de cuanto permite que seamos lo que somos, que
estemos ocupando el espacio necesario para serlo, que nos ha permitido nacer
como creadores de lo que somos: “La Vida, Dios, nuestros padres, la sociedad,
nuestro cuerpo. ¡Hay tanto por lo que ser responsable y vivir existiendo en la
gratitud!”: "Maldigo todo lo que me diste. Maldigo el día en que nací.
Maldigo el día en que moriré. Maldigo toda mi vida. ¡Hado insensible, te lo
arrojo todo de vuelta a tu rostro cruel!, ¡Maldito seas, maldito seas
eternamente! Con mis maldiciones te conquisto. ¿Qué más puedes hacerme?... Con
mi último pensamiento gritaré en tus orejas de asno: ¡Maldito seas, maldito
seas!".
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