“Sigue Meditando, vete a
meditar, o un dedo señalando hacia la sala de Meditación, el Zendo”.
Era la
respuesta de mi Maestro, a la mayoría de las preguntas y conflictos, tanto como
premio, que como castigo.
Ha sido
una respuesta repetida a lo largo del tiempo, a lo largo de diferentes
situaciones, a los muchos que pasamos caminando en la estela del Maestro, no de
uno cualquiera, sino del mío. A veces pienso, que casi siempre ese mío, implica
que no es de nadie más, que ostentamos la posesión única y exclusiva de algo.
Recuerdo
cuando leí la primera vez, “Yo soy su hijo unigénito”, me
quedé anonadado, pues la verdad es que no entendí la palabreja. Después cuando
la entendí, seguí anonadado y hundido, pues me habían dejado sin Padre.
Tengo que
reconocer que mi Maestro, no era maestro, pero de alguna manera y a pesar de
todo fue mi elección, hacerle y nombrarle mi Maestro. Él nos dejaba absoluta
libertad, por lo que era lo que nosotros quisiésemos. Teníamos: alojamiento,
comida, ropa y cuanto necesitábamos, independientemente de nuestra: opinión,
religión, personalidad, incluso comportamiento. Te portabas mal, te daba
más amor; eras lento, te hacía el camino simple y fácil; eras rápido, te daba
un campo para correr y trabajar; si eras listo, te ayudaba a dudar; si torpe,
te daba confianza; en general, a quien caminaba con el pie izquierdo, le servía
de pie derecho y a los que caminaban con el derecho, de izquierdo.
Al final,
de tanto oír lo de: “tienes una duda, ¡ve a meditar!; no tienes dudas, ¡ve a meditar!;
te sientes bien o mal, ¡ve a meditar!; te pasa algo, no te pasa, estás bien o
mal, ¡ve a meditar!; no tienes nada que hacer, ¡ve a meditar!; tienes algo que
hacer, ¡hazlo! Meditando”. Llegabas con toda
la confianza, sabías todas las respuestas a cuantas preguntas pudiesen ser
hechas, por lo que estabas seguro de recibir la trasmisión, serías el Hijo
Unigénito del Maestro, pero cómo he dicho, él no era maestro, simplemente nos
dejaba que sintiésemos que lo era, por lo que no podía tener a uno como hijo.
Así que,
al decir cualquier cosa, contestábamos: “¡vete a meditar!”. Una sonrisa y: “Si el primer paso es
erróneo, cuanto más caminas, cuanto más meditas, más te alejas de la meta”.
De nuevo
la duda: “¿Íbamos en la dirección correcta?, ¿Teníamos una meta correcta?,
¿Nuestra práctica y meditación eran correctas?,
otra vez las sentadas atormentadas, llenas de dudas y desconfianzas, mirando
hasta el último detalle de todo lo que hacíamos o dejábamos de hacer, de
nuestra actitud y deseos, de nuestras metas.
Seguíamos
esforzándonos por hacer Meditación, por encontrar nuestra verdad, nuestra
Iluminación, nuestro Camino, nuestras respuestas, en un zafu lleno de yo, en
una Meditación llena de yo, una vida llena de yo. Mirando la dirección de nuestro
primer paso, para no ir equivocados.
Muchas
dudas después, un trecho del camino después, recordábamos, encontrábamos
perdidas en nuestras dudas, las palabras que escuchábamos continuamente: “Ima, Koko; Now,
Here, aquí y ahora”. Un aquí y ahora, donde
no hay primer ni último paso, donde no se puede meditar, donde no cabe la duda,
donde no cabe el Maestro porque no hay yo.
Solamente
el hielo, el frío más frío (Yin), puede quemar (Yang). Es en los grandes fuegos,
donde en lugar de quemarse el combustible convirtiéndose en cenizas, el
combustible se autorregenera como en el sol. Es cuando más fiebre hay, cuando
se transforma en escalofríos.
Nunca hay
un camino que sea honesto, fuera del Camino. Tampoco los deshonestos, lo están,
pero es lo que hace que sea duro caminar a partir de ese primer paso. Todos los
caminos, están incluidos en el Camino, y todas las metas, son la Meta, cuando
caminamos, cuando vivimos, cuando, Somos: “¡Ima, Koko!”.
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