Nos sentamos, escuchamos los ruidos
alrededor, no molestándonos aquellos que producen personas amadas o que
deseamos amar.
Un día llega, en que dejamos de oír
conscientemente los sonidos, que dejaron de ser ruido. Creemos que finalmente
hemos escuchado el Silencio.
Nos sentamos otras veces, con el
propósito de silenciar la mente que nos perturba y controla, la que nos lleva a
donde no queremos ir, la que nos enseña a hacer lo que no consideramos bueno o
correcto.
Un día dejamos de oírla, estamos
convencidos de que finalmente la hemos silenciado. Comenzamos a manifestarnos
diferentes, porque finalmente hemos controlado esa mente incontrolada,
autoritaria y salvaje.
Finalmente sentimos paz, nos sentimos
tan seguros que incluso nos parece experimentar la unión con cuanto nos rodea.
Hemos perdido los miedos a confiar en los demás, al confiar en que somos
nosotros los que controlamos nuestra vida.
A veces conseguimos ser el observador,
percibiendo el fluir de cuanto sucede, sin que nos afecte o intervengamos en su
fluir. Sólo permanecemos en paz, observando, fluyendo con los acontecimientos y
condiciones, dejando de discriminar.
Pero es el yo que nos observa, no
importa qué yo sea el que percibe el sonido o el silencio, la ignorancia o la
Iluminación, el ruido de la mente o su silencio, porque indudablemente es el yo
que percibe la otra parte de nuestro Ser.
No hay sonido, ruido, silencio,
iluminación, ignorancia, sonido de la mente o su silencio, cuando el yo es
trascendido realmente, cuando queda el Yo, ese que no sabe que algo exista, que
no ha pronunciado palabra o sonido alguno en su existir, que en su profunda
ignorancia, no sabe ni tan siquiera que tiene existencia, sólo puede Ser, sin
tan siquiera saber que está siendo o qué está siendo.
Hay que dedicar cuanto somos a
meditar, muchas veces tratando de callar la mente, o escuchar el silencio, a
veces buscar la Iluminación, pero nunca podremos eliminar sus opuestos.
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